La educación exige equilibrar la libertad y responsabilidad: ni solo inspiración de ideales ni control hiperprotector. El esfuerzo personal y la adquisición de hábitos firmes son imprescindibles para madurar y no perpetuar una infancia frágil. La sobreprotección alimenta baja tolerancia a la frustración y una narrativa de vulnerabilidad que genera problemas psicológicos. Hay que aprender tanto de los buenos como de los malos ejemplos, preparándose para contextos imperfectos sin caer en el descarte. El educador muestra también sus propios esfuerzos: todos educan con su vida cotidiana y deben formar criterios autónomos y maduros.